jueves, 20 de febrero de 2020

El Acupunturista y la mujer en el balcón


El Acupunturista electrocutante, sumergido en el cansancio de un día largo y en la soledad de sus agujas, se da con esa idea en la cabeza que la rutina lo está marchitando, genera sensaciones en sus pacientes pero él está desprovisto de ellas. 
Y es en esos giros de sus pequeñas aliadas de acero, esterilizadas, desechables, conectadas a la polaridad de los cables y del generador de voltaje que descubre una pequeña alteración en su práctica.
Se da cuenta, por primera vez, que existe una semejanza rítmica cuando aplica las agujas escuchando los latidos de su corazón. Nota que este descubrimiento es aleatorio, no suele estar atento a su ritmo cardíaco, y empieza a explorar. Su atención se afila como el bisturí de un cirujano esperando el momento de intervenir, quiere entender más sobre esta extraña sincronicidad. 
A veces puede seguir la pista, otras veces se pierde, y en este nuevo mundo de las sutilezas comprende un poquito más sobre la energía que mueve la vida. Y se rinde, abandona el objetivo, y deja que su corazón marque el ritmo de la terapia; las frecuencias, los contrapuntos, el hormigueo, los pinchazos. Y se advierte a sí mismo, en el transcurso de esta exploración, sonriendo como hace tiempo no lo hacía. 
Ella está tendida sobre una hamaca, balanceándose, en cámara lenta, sostenida por la gravedad, acariciada por el viento y el sol de febrero. Piensa en ese bosque que se hunde a sus pies y en lo que pueda estar detrás del número dieciséis. De lejos parece una escena de Wim Wenders “ Raffaela, Cassiel: Alles hat seine zeit, das lieben hat seine zeit und das hassen hat seine zeit”
Tempo, el Acupunturista no sabe como ha llegado a esa palabra pero le gusta, tempo, tiempo, ritmo, sonido, silencio, impulsos electromagnéticos, agujas, hay una canción ahí, o un poema, hay movimiento, hay más para dar todavía y ahora el canal está abierto de una manera insospechada. Ellos lo están sanando, hay una retribución en ese acto dirigido por el corazón, y él sigue sintiendo.
Plano general de la ciudad, Travelling In, la hamaca ya no se mueve, ella mira el cielo con un dedo entre sus labios, algo ha impactado en sus movimientos lentos, una vibración o un temblor inusual la ha precedido y se ha quedando esbozando una idea, es una idea de contacto, de contacto íntimo con sus zonas vulnerables. Ella está allá arriba, protegida y aislada en esa jaula de cristal, Se pregunta si ya llegó el momento? Si debe bajar, encontrarlo, rendirse.
Apaga el motor, corte, el ascensor asciende hasta el piso dieciséis, corte, abre la puerta, corte. 
Hace una pausa antes de dar un paso en el departamento. Todo ha cambiado, al poner las agujas, al entrar a su casa. Esta vez la soledad, la ausencia de una pareja, el largo tiempo solo no lo perturba. Ha llegado con una sensación, con un color nuevo bajo la piel.
Avanza hasta el balcón vacío, se apoya en la baranda y observa la inmensidad del parque, a lo lejos ve el morro y algunas partes del malecón. 
Se da la vuelta y detecta algo extraño tirado en el piso, como el rastro de alguien que ha salido apurado, olvidando tras sus pasos una lona de cabuya, o de algodón, con dos cuerdas en sus extremos.
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ilustración: Vanessa Cabrera

martes, 17 de octubre de 2017

El Arquitecto


La muchacha se sumerge en sí misma como si su cuerpo fuera una escafandra. Afuera, la plataforma de fierros resplandecientes se estremece con la partida del tren. Frente a ella llega otro con dirección a Spandau. El escarlata y el amarillo del Regional se alternan; jóvenes hiperactivos, universitarios, erasmus atolondrados y eufóricos se abalanzan sobre la línea ansiosos por iniciar el viaje. 
Hay algo maravilloso en el silencio. No los envidia. 
Se acaricia el borde de los dedos, aprieta los nudillos. Repasa los acontecimientos. Está cansada de las viejas costumbres. Humedece con la punta de la lengua los colores suaves de sus labios. Brillan. 
Ha construido este espacio con rigor y, sin embargo, no consigue disipar las dudas que por el contrario la amenazan.
A su izquierda un panel publicitario anuncia el estreno de un musical. En la imagen Meryl Streep vestida de blanco celebra la vida. En el reflejo se funden ambas imágenes: la de la actriz se desvanece y la de ella ocupa la totalidad del cuadro. 
En la plenitud de sus ojos reflejados destella el origen del verdemar, del glauco, y del tramado sutil que como una flor en explosión circunda al iris. Ahí aísla su entropía. El latido leve del pulso hace visible una gota cristalina, inocua, parte de ella. Hoy se ve distinta. En cada acción su respiración pausada lo confirma, ya no se siente más una adolescente a la que la vida le ha arrebatado la vida.
Dos niños con capas bordadas con caligramas de El Señor de los Anillos recorren el andén. Bajo la cúpula tornasolada por el atardecer de otro verano miles de imágenes pasadas se alojan en ellas, en sus hilos dorados y en sus tipografías herméticas y llenas de poesía. Es un ir y venir, piensa, divaga, las deja ser. Las conserva para que un día la ley de la correspondencia se las devuelva. Sabe que con el tiempo se añora la calma. 
El transitar de la modernidad la acompaña de la misma forma en que ella impregna sus gadgets de historias de hadas y príncipes encantados. En las superficies del ipod y del celular y del Billy boy, en sus protectores de pantalla, en sus carpetas de trabajo, en sus archivos virtuales y en sus claves más recónditas persisten siempre sus avatares; la ternura, el amor, la ensoñación.  
Hoy echa de menos a Charlie Helsinki. 
Siempre que se siente en apuros, sobresaltada, recuerda la conversación en el Morget Rot el día en que la tomó por asalto mientras leía un libro de Wayne Dyer. 
– Reina – le dijo –. Estás perdiendo el tiempo. 
Luego, entre los efluvios que emanaban apaciblemente de las jardineras y de los tiestos coloreados con poemas se sumergieron por horas en las cosas que realmente importan. No era que estuviera descubriendo la pólvora, ni que se le hubieran develado misterios mayores pero de todo lo dicho aquella vez durante el jolgorio gay de Kastanien Alle, o en realidad de la mayor parte de Prensaluer Berg, y del que Charlie participaba con gran entusiasmo, lo que le dejó una impronta imborrable en su esquema liberado de prejuicios fue esa idea del deseo como un atajo hacia la eternidad. Él le decía que cuando algo está desprovisto de deseo cae en lo banal y es eso en lo único en lo que ellos creen: el deseo como un resquicio por donde la luz entra a nuestras vidas.
Una conversación estimulante, el mismo humor, la inquietud por los hombres. Las escenas de mutua complacencia no se hicieron esperar.
Desde entonces ha sido una constante en ellos. Unas converse, jeans ceñidos, la blusita rosada, juventud, media cola: una pincelada de Nabokov.
– ¿Por qué no? si la actitud te sobra.
– Me irritan los obstáculos y las preguntas que uno se hace por pura formalidad. ¿Acaso no son hechas sin más razón que las del escrutinio moral, Charlie? 
Y Charlie aprueba con un gesto de complicidad antes de encajar la pieza en el rompecabezas donde un hombre a orillas del Egeo y acodado en la proa de un trirremo somete a un imperio. 
Un poco más atrás, sobre el resplandor del acero eléctrico, el insistente traqueteo de un tren desaparece al cruzar el umbral. El efecto del golpe seco del viento le desordena los cabellos. 
Finalmente la muchacha capitula. Con la mirada fría como el desasosiego reprime la gestación y la pugna de todos los motivos que la harían quedarse ahí parada para siempre. Intuye que insistir en un pensamiento inoportuno podría hacerla estallar en mil pedazos. 
Da un paso. El silencio de las voces y los ruidos exteriores se extingue para reagruparse de nuevo en un campo paralelo: empujándola. 
Whatever. La palabra se le viene a la mente como una idea.
Yergue la cabellera rubia hasta alcanzar la pantalla rectangular en la que se ordena, como en todo el sistema de transportes de la ciudad, la información de los itinerarios. Desvía la mirada a la derecha donde la esfera blanca, lunar, le advierte que lleva media hora de retraso.
 – Fuck.
Se apresura. Su figura discurre como una silueta delineada por el trazo ocioso de un artista urbano a quien la vida se le antoja cada vez más una caricatura, un hentai, un folletín empapelando los fondos cotidianos de una estación.  
Cuantas veces ha caminado de aquí para allá, con impaciencia, animada por motivos absurdos: recoger a Niki, enviar paquetes, reunirse con amigas, citas médicas, hacer compras, cocinar. Tal vez antes esas prisas revelaban otro momento de su vida, más inocente, sin emociones, menos feliz. 
La vida – o la soledad – no es fácil, se lo recuerda a diario como una letanía. Con la plancha de laceado en la mano. Da lo mismo, siempre da lo mismo, y se riza las pestañas y se maquilla con toda la parsimonia que le ofrece el desempleo. Las compras, el chat, e-bay, vaya rutina y se ajusta el pantalón, estira la blusa, se acomoda las botas.
Cuánto tiempo ha recorrido esos callejones de azulejos despintados y fluorescentes amarillos, abarrotados de anuncios publicitarios, de puestos de comida, de vendedores de flores. Y de esa lacra necesaria para sensibilizarnos que son los punks. Uno de ellos, rengueando, le sale al paso, escupe dentro de una botella de Hefeweizen y tira de las correas roídas de un pastor alemán que lleva los colores del Borussia Dortmund colgando de una oreja. Balbucea ein euro, bitte, recoge la pierna y la deja pasar con desdén; tiene los borceguíes pintados de rojo o manchados de sangre, ¿a quién le importa?. Recuerda la última película que vio y piensa que Pasolinni haría de este mundo de mierda una obra de arte. 
Igual nunca la han asustado. Piensa que los punks son el folclor de la capital. Como los anarquistas de Bornholmer o los instandbesetzen de Mitte.  Agitando el primero de mayo con los rostros guarecidos en la clandestinidad de sus capuchas un puñado de banderolas rojinegras. Provocando a un pelotón de patriotas uniformados, recién salidos de una lobotomía o de una intoxicación halterofílica, o las dos cosas juntas. Reivindicando a las barricadas, a los okupas, a los indignados. Otros lo rompen todo en nombre del Blitz. 
Llega a las escaleras mecánicas. Abstraída en su mundo se olvida dejar libre el paso. Vislumbra el enorme ventanal y la salida. Con el pulgar desliza hacia arriba y hacia abajo el display del celular activando el mecanismo de encendido. No encuentra mensajes ni llamadas entrantes, pero el ejercicio de desplegar y contraer la pantalla reconforta en algo su nerviosismo.
Parpadea. Da el último paso apurada. ¿Se habrá marchado? ¿Pensará que soy una de esas tontas que se arrepienten a última hora? ¿Por qué no me timbra?
Apenas ve el anuncio de salida extrae un cigarrillo. Coloca la cartera hacia adelante y palpa la superficie de cuero para asegurarse que no olvida nada. 
La explanada que debe recorrer hasta llegar al punto de encuentro es lo suficientemente larga como para permitirse dar unas buenas caladas. Lo enciende apenas siente la brisa suave del atardecer. Una sensación de adrenalina y de angustia le aprieta el corazón. 
Se ríe con timidez al mismo tiempo que sus ojos refulgen como si un esmeril les estuviera tallando el haz de un prisma. No muestra más que eso, la vez pasada, sola en su departamento de Friedrichsain, con el aparato de acupuntura conectado a la espalda entendió que a pesar de sentirse feliz algo en su naturaleza la reprime.
Un cielo enorme de tonos pasteles se levanta frente a ella, sin nubes, y al otro extremo de la calle un Mercedes negro espera con las luces de emergencia encendidas. Se acomoda el pelo, sacude la blusa, retoca sus labios con el delineador de bálsamo de cacao. Respira profundamente. Tras su pasos arroja la colilla y piensa una vez más en Charlie Helsinski.

*  *  *

Las luces frías de la avenida hacen rebotar en el parabrisas los anuncios publicitarios formando con el rocío pequeñas escenas regadas de color. Hace apenas unas cuadras lo vio por primera vez detrás de la luna opaca y sintió que se le crispaba el cuerpo. Apenas podía contener la sonrisa. El la saludó con un hola, luego un llegas tarde y después hizo un gesto en el que no quedó claro si quiso ser tierno o mordaz. Ella solo atinó a decir lo siento.
Al inicio el nerviosismo tomó la forma de la indiferencia.
La consola central y el reproductor de música, limpios, iluminaban tenuemente el interior. Desde el corazón del auto Norah Jones le sugería a la atmósfera un poco de calma. 
No existe comparación a una escena como ésta. En su mente traza un viaje a lo desconocido como en esas novelas de Julio Verne donde los aborígenes de ultramar guardan secretos deslumbrantes. Arrastrando a los personajes por afinidad. Sin anticiparse a nada porque nada se parece a lo usual. O tal vez a esas pinturas hiperreales, en las que uno intuye que nunca, salvo en los momentos de excesiva sensualidad la vida puede apreciarse tan definida.           
– ¿No te parece extraño lo que está sucediendo? – Le dijo él.
– Nada está sucediendo.  
Adopta esa posición, finge. 
Los faroles como antorchas trocadas le confieren un aspecto triste a las calles. Se suceden en intervalos a lo largo de la avenida. Los bäckerei cerrados, las apothekes, el viejo kino de la Karl Marx Alle, la ingente Galería Kaufhof. Todo muere a la hora del crepúsculo. La torre de la televisión a la distancia acompaña la melancolía de Berlín, constatando en el soterrado miasma su esplendor perdido. 
Durante el resto del trayecto no hubo frases. Apenas unas palabras sueltas. Sin importancia. Ella prefirió auscultar las calles y sus marañas urbanas. Sus aceras atravesadas por ciclovías, sus alcantarillas intervenidas para el turista. 

*  *  *

La voz a través de un auricular solo es distinta porque el cerebro no enlaza al interlocutor con una imagen. Sin embargo siempre tuvo una imagen, aunque no en movimiento.
El hombre frente a ella es alto. Tiene el pelo oscuro y rasgos finos. Las honduras de sus pómulos delatan que ya pasó la barrera de los cuarenta. Luce en el rabillo de los ojos una tríada de líneas tenues. Unos anteojos de montura roja descansan sobre el respaldo de un sillón de angora. Apenas llegaron dejó la chaqueta y la cartera en un perchero de Ikea, depositaron los zapatos en un baúl de pino blanco y mientras ella se arrellanó sobre el sillón el fue a la cocina a buscar algo de beber.
Los departamentos en el lado este de la ciudad, a pesar de haber dos claros segmentos, un estilo neo clásico, más acogedor y con mayor demanda y los de arquitectura rusa, aburridos y uniformes, no varían mucho entre barrio y barrio. En el que se encuentran pertenece a los primeros. Cuenta con una amplia habitación – dormitorio, altos techos con boceles, un vestíbulo pequeño, cocina y baño. Cada ambiente con estufas y ventanas herméticamente acondicionadas. 
Charlie al verlo le hubiera dicho: está preciso para ti, nena. Has visto sus brazos hermosos de hoplita griego. Es un rockstar. Con su venía se encuentra ahí. Observa con toda la potencia de la mirada los objetos y el mobiliario. Quiere grabar en su memoria cada detalle, con detenimiento. Al otro lado de la ventana un árbol centenario la observa con sus mil hojas ambarinas sumergidas en la penumbra.
Al frente una colección de elepés capta su atención. Se apoyan contra una mezcladora digital, debajo de ella un cesto con un par de aisladores, cables y más discos le confieren un marco de referencia al tornamesa. El escritorio tiene la apariencia de haber pertenecido a la ambivalente colección de un flomarkt. También le sorprende el orden y el buen gusto. De soslayo detecta la cama elevada de madera envejecida. Nota que ha utilizado el espacio inferior como walking closet. Los soportes y la viga son sobrios, tienen un biselado en los márgenes y en sus vértices se apoyan frisos que le dan más consistencia a la tarima. Una escalera tipo podio, de siete gradas con una ligera curva permiten el acceso sin problemas. El colchón, de dos plazas, compacto, refracta el color añil. 
-  ¿Qué opinas? – le dice al acercarse con las dos copas en la mano –. ¿Te gusta?
Ella sonríe. Recibe la copa y se acomode frente a ella en una vieja silla giratoria. 
-  Imagino que tú la diseñaste.   
El le devuelve la sonrisa y cruza las piernas. Bebe un sorbo de vino.
– ¿Si, claro, pero, te gusta? – le insiste –.
– Sí,… es fabulosa.
No sabe por qué dijo fabulosa. Esa es otra palabra de Charlie Helsinki, es sorprendente la simbiosis que han alcanzado. Lo imagina llenándola de aprobación; guiñándole el ojo, lanzándole besos volados. 
En el auto se sentía menos cohibida. Empieza a sospechar que es el miedo. Una vez, hace años, un hombre con el que se encontraba en su departamento empezó a tocarla. No supo como reaccionar. Su cuerpo aterido le permitió hacerlo por unos segundos. Finalmente lo rechazó y le pidió que se marchara. El tipo era un extranjero que estaba de paso por Berlín. No había placer, ni asco, ni deseo, ni inquietud. No había nada definido. Al verlo alejarse a través de las semi cerradas persianas de la habitación vacía pensó en las manos extrañas que apenas hace unos instantes la habían recorrido hasta infiltrarse debajo del delicado encaje de su calzón. Ahí fue cuando lo rechazó, al encenderse el estrépito de las alarmas que esos atentados generan. 
Inmersa en su interior se explicó lo ocurrido como algo natural. El instante previo a la lluvia no contiene a la lluvia, el instante previo al deseo no contiene deseo. Se le ocurrió que la soledad es algo parecido al instinto de supervivencia cuando éste irrumpe en los cuerpos sutiles; no era que no lo deseara, era que aún no se sentía tan sola.   

*  *  *

Suena Morcheeba y Way Beyond. Él la contempla desde su atalaya de madera y ruedas giratorias como algo insólito y maravilloso. Una canasta con libros de arquitectura los separa. La muchacha permanece retraída, sin moverse, buscando impactar lo menos posible en su entorno. Bebe el vino con delicadeza.
Lo observa entre sorbo y sorbo, ensaya una sonrisa, le pregunta por el tornamesa. El le responde que también es músico, o mejor dicho, DJ.
Ambos parecen encontrar confort en lo que no conocen.
El se queda en silencio con la copa suspendida a pocos centímetros de su boca. Escudriñándola. Deteniéndose en cada volumen de su aspecto de niña. Podría estar inquiriendo la forma de sus pezones, adivinando la vellosidad de su entrepierna, o anticipando la tersura de su pubis. Si bien es rubia y sus ojos son verdes y diáfanos como las superficies marinas, los rasgos mestizos sobresalen alrededor de sus párpados, en los rebordes de su boca, en su piel atezada. Todo ello inusual en una mujer alemana. 
Ya han hablado varias veces por teléfono. Intercambiando mensajes de texto, ambiguos al inicio, más precisos después; enviándose señales suficientes de interés. Se gustaron cada vez más con las fotografías y durante días se amanecieron chateando. Finalmente, entusiasmados, pactaron esta cita hace más de una semana, y aún así, a pesar de todo, ambos, sin mediar obstáculos, ya uno frente al otro, no terminan de parecerse un misterio. 

*  *  *

– Entonces – le dice –.  ¿Empezamos?
Ella se esfuerza por responder pero no encuentra las palabras adecuadas. La respiración se inmiscuye abruptamente en sus pensamientos. Coloca la copa sobre un estuche vacío que lleva escrito The Fall en la portada. Al lado del nombre otra mujer vestida de blanco le recuerda a Meryl Streep. Al ponerse de pie apoya las palmas de las manos sobre los pliegues de la blusa, extendiéndola.
Detenida frente a él le ofrece una mirada contenida de dudas pero sin arrepentimiento. Luego aparta la vista y la posa cerca de la ventana. Sus manos se humedecen. El silencio dura algunos segundos. 
Camina hacia el árbol de hojas ambarinas con la intención de percibir el murmullo exterior. Un ruido se sirenas se pierde al final de la calle. En todas las esquinas de su vida los sonidos han transmigrado; las ambulancias, las canciones de cumpleaños, las bailarinas de porcelana con faldas de satén girando aferradas en un rincón de su armario, adheridas a su eje, sin perder nunca el equilibrio.
Il´l go back to Manhattan, as if nothing ever happened, when i cross that bridge, it´ll be as if this don´t exist. Repite el final: cómo si nunca nada existiera.
El observador está al lado de la escalera extrayendo de alguna parte de la oscuridad, con toda la calma del mundo, una espiga de incienso. La enciende y la hace encajar en la ranura de una pequeña escultura persa. Siente que de sus manos, ahora liberadas, brota un poder insospechado, que la atrae de un modo extraño y perturbador.
Al presionar sostenidamente el conmutador la intensidad de la luz disminuye. Una intensa fragancia a violetas y almizcle se desprende de la resina y empieza a llenar la habitación de nubes grises. 
Él se acerca hacia ella, ella da un paso hacia él, él la detiene forzando el roce de ambas mejillas, luego acomoda una mano en la parte baja de su espalda. 
-  Puedes quitarte la ropa aquí o arriba, en la cama, como prefieras. 
Las palabras contienen la resonancia de una orden modulada en el susurro. La muchacha, dentro de un campo de fragilidad y sutileza, con el corazón acelerado, le acaricia el brazo con el índice, insinuando que está ahí, en un indescifrable limbo.
-  Me quitaré la blusa, el resto prefiero hacerlo después. 
Se lo dice mirándolo a los ojos. Sonriendo. Él asiente. Aún cuando ya no le sorprenda nada sabe que también en el placer hay excesos.
Vacía la copa de un sorbo, palpa la circunferencia del primer botón, sigue a los otros, retira la blusa, contempla la desnudez de su torso, el temblor del sujetador insinúa la inquietud del momento. Se da vuelta, se desnuda.   
Ella está lista, esperándolo. 

Él observa en su ternura un abismo. Se libera del reloj, lo deja en la segunda grada, la toma de la mano y únicamente en boxers la guía hacia arriba. 

martes, 13 de noviembre de 2012

Prolegómeno


Un sol se sumerge en el cristal hasta empozarse en el fondo del vaso. Dos témpanos de hielo se sostienen con dificultad. Falta la compañía. El momento no permite treguas, al menos no hasta que él llegue.

Ella cree que así mantiene el deseo; se entretiene siendo la diva de los bares de hotel y frecuentando lugares cuya oscuridades simpatizan con la nostalgia. La taza de cerámica blanca brillante gira sobre su eje, sobre la superficie de cuarzo negra y esbelta. Con la yema de su índice la detiene y la vuelve a hacer girar. El sonido del choque de los alabastros en el interior la distrae. Detenida en ese pequeñísimo primer plano detecta, de reojo, un segundo, con letras amarillas formando las palabras Tequila Patrón sobre la superficie de una alfombra de barra. Se le ocurre que esas celdas caladas de goma esconden, como subterfugios, los rastros que dejan los licores al crear combinaciones extrañas. Sospecha que ha contribuido en varias oportunidades a esa colección y que su impecable aspecto es solo un engaño.

El enorme espejo biselado reúne en sus faldas a un ejército de botellas encaramadas sobre un promontorio, dispuestas a salir atropelladas hasta aplacar la resistencia de sus gargantas, catapultadas por la compasiva voluntad del barman. Sus deseos urgentes por evitar la soledad, o por no pensar, les allana el camino. ¿Cuál de todos ellos será? Fantasea, sabe que aún no ha llegado. Observa los balcones antiguos ocultos detrás de las mesas de patas refinadas, las cortinas republicanas largas, los ventanales opacos grabados con bronce y estaño. El auditorio mantiene la distancia con sus conversaciones indiferentes, sumidas en la discreción de los susurros y de la ausencia de luz. 

Irrumpe en la secuencia un intermitente fulgor blanco. Estira el brazo hasta alcanzar el celular, descubre un mensaje de texto que no es de él. Algo le debe haber pasado, piensa. El reloj en la parte superior de la pantalla indica que ya han transcurrido cuarenta minutos; un retraso inexplicable. Tiene su número; podría llamarlo y salir de dudas, o enviarle un mensaje, pero no está segura, podría comprometerlo. Los ojos de las camareras se posan sobre ella, sospecha que admiran su belleza o que intuyen la razón de su presencia, marginal, confabulando intrigas con alguno de los descontentos de siempre. A pesar de su impaciencia apenas se inquieta, sabe que así son las cosas. Recuerdos de viajes la invaden; cruza las piernas, las aprieta. Siente cómo se diluye la ansiedad.

Pasado el rapto de nostalgia advierte una botella abandonada en una esquina, apartada del resto, en medio de una serie de cuadros con escenas de caza. Parece un error no forzado, una anomalía arruinando la perfección de un plan. Reconoce estar poco segura, como asida en una suerte de limbo, con el tiempo los hombres la han hecho dudar. La etiqueta con el nombre Grey Goose le resulta familiar. Tal vez por eso elige quedarse y ordenar un Vodka Tonic. Mientras observa la botella aislada en el lugar equivocado discierne sobre los hechos pasados. En sus recuentos breves clasifica escenas, las enumera, les presta atención, las disgrega. Por algún motivo el mundo parece ya no estar en su lugar.

Una vez más voltea a verlos, débiles bajo sus alas, guarecidos. Esperándola. Decide no solo no hacer la llamada sino borrar su número, eliminar su nombre, tomar acciones. Cuando las camareras vuelvan a fijar sus miradas en ella, o cuando el barman le traiga el Vodka Tonic, les pedirá un lapicero y un papel donde escribir la historia, les dirá que es tiempo de ordenar las cosas, que una servilleta está bien, que ya no la verán más. A medida que avancen las palabras levará las anclas, soltará la carga, poco a poco flotará, cruzando la bruma alcanzará las mesas de patas refinadas, las conversaciones privadas, los ventanales opacos, las largas persianas republicanas. Se alejará. Hasta dar en la orilla opuesta del balcón con la apacible luz de la última línea.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Un motor fuera de borda


–  No es que la noche me pertenezca, pero igual me hace sentir mejor que el día, Alice.

Alice recostada sobre el respaldo del asiento, con las piernas blanquísimas estiradas, una sobre otra, dándole vueltas a su chupetín, me observa como si estuviera abusando de su confianza.

– No pues, para eso no te he traído hasta aquí, quiero que me alegres, no que me deprimas.

Frente a nosotros, bajo una línea despintada, aparece a lo lejos la isla San Lorenzo.

– Una vez estuve ahí, con mi viejo, esperamos una hora y media que se manifieste el viento para poder darle marcha al puto J24 y regresar al puerto.

Alice siempre dice puto.

Gira la cabeza con sus pelos desordenados, mostrándome como su lengua recorre con placer la pequeña esfera colorada. Sabe que en el fondo de nuestra amistad hay un deseo oculto.

– Deberían tener un motor, aunque sea pequeño, de ocho caballos.

Me sorprende que conozca de motores, igual no le digo nada. Prefiero escucharla. Nunca se sabe hasta donde pueda llevarte un monólogo.

Me cuenta que al final fueron hasta las islas Palomino, y luego se regresaron al club Naútico, a la hora del sunset, llenos de sal, a punto de resfriarse.

¿Por qué eres tan rica?, me provocó decirle.

– ¿Sabes que no todos tenemos la habilidad para reflexionar?– dice Alice –.

– ¿Por qué lo dices?

– Por qué es obvio que quieres entrar en una conversación profunda con tu “no es que la noche me pertenezca” y no a todos nos gusta ese tema.

– Bueno, no tenemos que hablar de eso si no quieres.

– Tal vez ni siquiera tengas esa habilidad, podrías decir “no es que la noche me pertenezca” para parecer interesante y que después yo me quiera acostar contigo.

No se si se dio cuenta que me ruboricé y que mi sonrisa constreñida más bien le ponía el alto a una congestión de palabras, atropelladas, que de dejarlas salir no me hubieran hecho ningún favor.

No le tiene miedo a la vida, constato de reojo su audacia. Vuelve a perderse en el chupetín. A arrastrar los dedos a través del pelo, a contraer el cuello, a abrazar sus rodillas.

La ladera de la montaña forma un zigzag de luces, el carro, humeante, se desliza cuesta abajo. Es una calle ancha, ensombrecida por grandes eucaliptos y murallas verdes. Alice abre la puerta.

– La próxima vez que salgamos en el velero te voy a pasar la voz.

Me vuelve a sonreír. Luego de esperar el golpe seco de la puerta detecto sobre el asiento una espiga blanca, minúscula y delgada, con residuos de caramelo pegosteados en el plástico. A veces Alice me perturba.


domingo, 18 de marzo de 2012

Adiós a las ostras

Nos adentramos con Angio en las profundidades del boulevard en busca de alguna delicatessen que satisfaga nuestros antojos nocturnos. Cualquier excusa es buena para salir, pensábamos mientras nos arreglábamos frente al espejo de uno de los baños de la casa de Kapala. Ya eran dos semanas de distraído comportamiento antisocial, hay una misantropía inherente en nosotros que nos une maravillosamente, y que la vamos perfeccionando sin esfuerzo como dos orgullosos náufragos sociales.


Suena el teléfono. Es Javicho, mi amor, pásalo para las doce, me dice. Javicho es un buen amigo metafísico con el que solemos entablar interminables y provechosas conversaciones. Quedamos a las doce en el Bar Siete, cuando en eso noto que me estoy metiendo en la boca las bolas equivocadas, Javicho espera – con angustia homeopática le explico antes de colgar que me acabo de meter diez bolitas de china en lugar del staphysagria prescrito para esa hora, se ríe, que no pasa nada, me dice. Yo no sabía si escupirlas o tragarme las indicadas y exponerme a una sobredosis. Debo confesar que me cuestioné, perpetrando un pequeño acto de traición al doctor Julio Cesar, que si no eran más que el extracto de una dilución una delusión de sanación mágica encapsulada dentro de un placebo.


En fin, me metí cuatro gotas de flores de Bach solo por si acaso y nos fuimos a buscar el Volvo. Lo que sucede con la afición por el autismo social es que de vez en cuando necesita su descompresión, es como una suerte de pago a la tierra. Merodear por ese universo consumista que es el boulevard de Asia, es como meterse el atracón necesario para justificar una purga. O sea, Café del Mar es casi lo mismo que una lavativa, aunque sea una vez al año, si sirve para reforzar la lección, te aguantas.


En estos estratos hasta la basura tiene auspiciador. Es alucinante ver como el espacio público es invadido compulsivamente y de una manera tan sutil que ya ni nos llama la atención que entre las uniformes casas inmaculadas del balneario latas de Coca Cola y de Burn se asomen angurrientas detrás de frondosas palmeras, mimetizadas en monumentales torres de agua, como jactándose de la viveza de algún marketero iluminado. Dentro de poco las casas ya no serán más blancas sino amarillas y rojas como el banner de Master Card, aunque aún hayan cosas – eso dicen - que el dinero no puede comprar.


Creo que ese es el principal escollo que tiene que sortear un espíritu sensible al ingresar al boulevard, lo demás es menos agresivo y más universal. Así, caminando sin brújula nos topamos con el único local que tiene propiedades de santuario, al menos para nosotros, La Confitería posee el mejor – o el único – enrollado de aguaymanto que bien merece sus 62 soles. De ahí somos caseros, como lo somos del chino de Bonilla, de los churros del Manolo, del Pinkberry, y del Mirasol de la subida al morro. Nada más poner las chanclas sobre el tapete y verle los cachetes a Angio estirando una sonrisa de placer es motivo más que suficiente para precipitarse hasta el centro neurálgico de la DBA y correr los riesgos que la cuestión implica.


Saludamos rápidamente a nuestra casera y seguimos el recorrido hasta el Tragaluz. Lleno. La anfitriona nos da una tarjeta con mounstruos en la espalda y quedamos en que el próximo fin haremos una reserva. No creo. Medio cuadra después, las puertas inexistentes del Nórdico se abren de par en par. Nos ofrecen una barra con vista a la playa, pero de estacionamiento. Igual se vislumbran las mesas, la otra barra, gente nice y por supuesto, publicidad, ¿que más se puede pedir? Abundantes velas atraen la atención en las superficies con sus tallos de parafina recubiertos por el enmarañado espesor de la cera. A la distancia un candelabro adquiere visos medievales.


Angio quiere champán, yo también, ella se pide una Mimosa y yo un Extra Brut. Es raro encontrar Ostras, hace algunas semanas nos topamos en una esquina insospechada de Miraflores con un pequeño bistró, acogedor, parisien, que las ofrecía junto a navajas, locos, y a dos anfitriones excéntricos que ventilaban con entusiasmo sibilino los últimos chismes de la farándula restaurantera local.


Mi historial con estas gelatinosas criaturas marinas se remonta a un matrimonio hace diez años en que las vi adheridas a un bloque de hielo gigantesco y rodeadas de Leicester sauce, Ketchup, Tabasco, limones, y cuanto aderezo se les pueda ocurrir. Las conchas se desprendían como azulejos sobrepuestos en un caprichosa cúpula invertida. Esa vez seguí los pasos de un trasnochado broadcaster como si fuera su sombra con la única intención de aderezarlas correctamente. Para mi desgracia sucumbí dos horas después atragantado por la ingesta de una docena de moluscos macilentos. El dolor abdominal era tan insufrible que no pude terminar la noche horizontalmente, como lo demandaba mi pareja de entonces, sino que lo hice abrazando al inodoro, en ángulo recto y profiriéndole una adoración inexplicable.


Años después, en el mercado de San Miguel, en Madrid, las circunstancias me colocarían nuevamente frente a ellas. Un normando hacía gala de su exclusiva colección con arrogancia; cada espécimen parecía su fiel mascota dispuesta a ser sacrificada en aras del reconocimiento. Ese día me acompañaba Lucienne, que obviamente no se llama Lucienne, (y sobre la cual modifiqué el lugar y al molusco para no dejar rastros en un antiguo blog que escribía en El Comercio) y mientras yo disfrutaba de ese sabor a mar amargo empozado en tres centímetros cuadrados, Lucienne las escupía sin la menor verguenza contra el basurero más cercano, y, lo peor de todo, haciendo un millón de muecas espasmódicas y vulgares que ningún francés que se precie de serlo pasaría por alto.


Tal cual. El tipo nos echó a patadas del puesto como si le hubiéramos mentado a la madre y Lucienne, que estaba, además de molesta, pálida como las ostras, lo mandó al diablo por intolerante. Si Thays hubiera hecho lo mismo con la tía Grimanesa seguro que los asiduos a Enrique Palacios, o a la calle Ocho de Octubre le lanzaban la carretilla por la cabeza, lo desollaban vivo o cuanto menos lo dejaban hecho un anticucho.


En esas estábamos, inquiriendo en la sugerente carta si debíamos ordenarlas o no. Angio no tenía planeado probarlas, ella prefería entretenerse con un modesto tartare de atún. En eso recordé que el año pasado en el Distillery District de Toronto no tuve reparos en deglutir una variopinta degustación de kumamotos y otras especies del pacífico y como en esa última aventura pasé piolasa decidí encomendarme a dios y ordenar las benditas ostras.


Mientras el pedido estaba en curso, las vivaces perlas negras que son los ojos de Angio detectaron a un tropel de conocidos nuestros. Desfilaban encamisados con dirección norte, o sea, a Café del Mar. No pasó ni un segundo para que me lanzará la consigna antisocial: ni se te ocurra llamarlos. Al voltear, intrigado, a cuestionarla, comprendí que en su mirada no había lugar a murmuraciones, de no hacerle caso se metería inmediatamente debajo de la mesa. La verdad que uno de los juerguistas es un fan enamorado de mi novia y a pesar de estar flamantemente comprometido no deja de lanzarle, cada vez que puede, ambiguos mensajes, más huachafos que seductores, pero mensajes al fin y al cabo. Por lo que no me resultó muy difícil complacerla esta vez.


Creemos, además, firmemente, que esa rutinaria correría a las discotecas de moda, todos los fines de semana, a encontrarse con la misma gente, a comentar los mismos temas y a escuchar las mismas canciones, delata una profundad incapacidad para observarse a uno mismo y a la sociedad en la que se vive, a tal punto, que estirando esa bulla a través del Facebook y de todas las redes sociales, le das la vuelta olímpica a la semana y nunca nada se acaba, no te da el tiempo. Una red, además, al menos en su acepción más precisa, es el enmarañado mecanismo mediante el cuál un insecto, o un pez, o una ostra, despistada, es atrapada para ser engullida por otro animal más inteligente.


Exactamente como sucederá cuando el mozo coloque la fuente frente a mí. Una, dos, tres, cuatro, cinco, me las empujo sin ningún reparo como si fueran mis bolitas de homeopatía. Que tal tu atún, amor. Delicioso, me dice y luego: no te comas todo pues, deja una aunque sea, no te vaya a caer mal. Nuevamente le hago caso. Pagamos, nos paramos y abandonamos el restaurant con rumbo oeste, cruzamos la plazoleta donde un Mini Cooper negro con gris me hace ojitos y nos encontramos con javicho y Giova en el Bar Siete.


La cartelera dice “The Killers” no les digo que todo esto no es más que una confirmación nietzchiana de que todos los años sucede lo mismo. El eterno retorno en su esplendor. Hace dos veranos, otro episodio del abandonado blog de El Comercio, con la misma chola. (Por favor, uso esta popular figura del argot sin la intención de activar un asunto racista ni mucho menos de poner en entre dicho las prendas íntimas de mis acompañantes). Igual así es Lima, al menos ésta, invariablemente repetitiva, cómo si en una ciudad de diez millones de habitantes no existiesen más que un puñado de bandas competentes. Ojo que tampoco tengo nada contra los Killers de Eisha, que, para ser justos, despliegan un nivel sonoro y escénico impecables.


No duré ni dos canciones. Mrs Brightside vino con una arremetida gastro intestinal de los mil demonios. Me doblé como un olmo viejo y empezaron a reverberar en mi plexo sonidos inenarrables. Rusca, creo que algo te ha caído mal, Colón, Javicho. Y salí disparado al baño mientras Angio los ponía al tanto de la casi media docena de ostras que me comí en el Nórdico.


La incursión fue en vano. Solo pensaba en esos malditos moluscos que se arremolinaban en mi interior como si fuese una lavadora herméticamente cerrada. Mientras Javicho nos regresaba a Kapala en su Gol nuevo, Giova me interrogaba procurando un diagnóstico, Angio me abanicaba la cara y yo permanecía en posición fetal con la ilusión de un baño para desgraciarme.


A la mañana siguiente cambié la homeopatía por el Netaf, la Ranitidina, el Omeprazol, y la sopita de pollo. También decidí cambiar los churros del Manolo, los Pinkberries, el enrollado de aguaymanto y los tacu tacus de Mirasol por alternativas más saludables. Seguir comiendo lo mismo, a los 35 años, como si el estómago de uno fuera nuevo, es cómo seguir yendo a Café esperando que te ligue una nueva.


Aunque para ser justos fue así que conocí a Angio. En una de esas noches en que la soltería te empuja con la promesa de aplacar en algo la soledad. Fue en Joia, y de la manera menos esperada. Bueno, toda regla tiene su excepción.


This is the world that we live in, diría Brandon Flowers, y ya en Kapala, al día siguiente, bajo el sol renovador del mediodía y abrazado a un agua cielo observo a Angio entregada al bronceador. Suficiente con el boulevard, pienso. Y mentira porque dos semanas después, en el Mangia con ocasión del cumpleaños de mi hermana, un Pisco Sour replicaría el episodio. (O soy yo y mi nauseabundo estómago, o son los restaurantes gourmets que ya fueron alcanzados por los tentáculos del consumo masivo: mucho floro, poca higiene, insumos baratos y alta rotación)


Cómo sea, frente a mí aparecen las islas, vírgenes, limpias de publicidad, ¿cuánto tiempo permanecerán así? Sorprendentemente Kapala es de los pocos clubes que no admite auspiciadores, eso, además de ser una decisión digna de aplausos, contrapesa en buena medida a su absurdo reglamento interno.


En eso veo al salvavidas ascender raudo a su escuálido torreón. Cambia el amarillo por el rojo. La nueva bandera flamea en lo alto. El mar embravecido lo exige así. No más Ostras para mí, ni modo, la adaptación es un factor determinante para la sobrevivencia. A pocos metros veo a un grupete de tíos posando para alguna revista de sociales, la arena resplandeciente y a un sujeto volador paseando sobre mi cabeza una banderola de condones.


Un poco más allá, en la arena mojada, diviso la figura adusta del premier; solemne, impertérrito, caminando con autoridad por la orilla del mar. La gente lo reconoce, ya debe estar acostumbrado a captar la atención de los chismosos.


Cuando en eso, repentinamente, cómo en un acto de empatía, recuerdo al salvavidas de hace un momento y pienso en lo que acaba de hacer. Me preocupo por él, volteo a verlo, con tanto agitamiento político, no lo vayan a detener.


lunes, 6 de febrero de 2012

Una Ética de la paz


Hace unos días, a raíz de este Ensayo, le pregunté a alguien cercano cual consideraba que era la relación entre Ética y Política. Me respondió que era la de un Divorcio.

No ahondé más en el tema, ni siquiera le pedí que me explicara su repuesta. Preferí desentrañar solo la metáfora. Así encontré una pista: la aparente necesidad de convivencia de la especie humana se suele resquebrajar con el tiempo como si inexorablemente siempre se antepusieran los intereses personales al Bien Común.

Entonces las preguntas se empezaron a desprender por sí solas; ¿Qué es el bien Común? ¿Quién lo define? ¿Cómo le damos valor absoluto a algo si cada ser humano tiene naturalmente un sesgo, un enfoque único, particular? ¿Hacia adonde apuntar si desconocemos, más allá del alivio que nos da la religión , el fin último de la vida, su razón de ser?

Lo que diferencia a un Matrimonio feliz de un Divorcio, - interpretando libremente a Erich Fromm en “El arte de amar” - es que el primero se sostiene en estructuras cimentadas en el centro mientras que el Divorcio es el resultado de hacerlo en la periferia, es decir en el extremo más volátil del comportamiento humano. Inmediatamente aparece otra pregunta: ¿Qué es el centro?

Para Fromm el amor verdadero no tiene nada que ver con el amor romántico que nos venden los medios y la propaganda, más bien es la consecuencia natural del desarrollo de una facultad. El amor romántico es un objeto, un bien de consumo, algo transitorio que solo sirve en función del ego, del reconocimiento social y de lo superficial, lo pasajero: el dictado de la moda o de un sistema hambriento de seguidores convencidos de que eso es lo que se quiere de la vida. El amor verdadero por otro lado se va erigiendo poco a poco como una escultura a la que solo se le puede valorar con el tiempo, al tomar distancia. Es algo que nunca termina de formarse pero que es en si misma su razón de ser: el proceso, y el esfuerzo en el proceso, como un acto de amor.

Esto último me lleva a separar al Placer de la Felicidad; el corto plazo del largo plazo; lo antojadizo, la carcajada fácil, lo fugaz y el alivio momentáneo, de lo estable, de la sonrisa constante, de lo paciente, de la paz.

¿Entonces la Ética y la Política pueden llegar a ser un Matrimonio feliz? ¿Se pueden sembrar estas cualidades del amor en el terreno Político?

Creo que la clave está en aceptar la idea de Paz como el Bien Común. Más allá de toda interpretación teológica, espiritual o metafísica. Buscar el camino que conduzca a la Paz individual y social es la solución intuitivamente más clara y más pragmática que se me ocurre ya que cuando un individuo se encuentra en un estado de Paz, es decir de relajación, de distensión; la alegría, la tolerancia, la solidaridad y la felicidad brotan automáticamente para bañarlo todo de una reconfortante esperanza.

La Ética y la Política germinadas con las semillas de la paz, cultivadas en el centro, abanderadas del Bien Común, confluirían lejos de la periferia en un Matrimonio feliz. ¿Quién va a querer apartarse, quién va a querer abandonar algo o a alguien que le produce esa sensación tan dichosa, refrescante, revitalizadora y tan difícil de hallar – o mantener - cómo lo es la Paz? ¿Habría alguien, en perfecto ejercicio de la razón, que este dispuesto a divorciarse de aquello que hace de su vida una experiencia más plena y más feliz?

***

El Perú, desde mi punto de vista, es cómo un niño de seis años al que se le exige que de buenas a primeras llegue a la adultez, saltándose la primaria, la pubertad y la adolescencia. Somos un país en crecimiento, que está desarrollando sus capacidades, reconociendo su identidad, forjándose, aprendiendo en cada resbalón a pararse por si mismo. Para eso tienen que haber golpes, caídas, llantos, decepciones, y también esfuerzo, triunfos y satisfacciones. El reto está en dejar que ese niño recorra su camino, que aprenda de su propio proceso, que alcance la madurez con confianza, con conciencia y autenticidad y no llegue resquebrajado, débil, a la meta.

Para eso solo nos queda ser ejemplos vivos de nuestro país, generar a partir de la empatía una ética de la Paz, buscar los puntos intermedios y resaltarlos. Desechar la idea cortoplacista en la que el hombre es lobo del hombre y tender desde cada una de nuestras trincheras puentes para reconocernos siempre en la mirada del otro; reconciliándonos con el centro, descartando la periferia.

(Ensayo para la admisión en la UARM del diplomado en Filosofía con mención en Ética y Política. 1/2/2012)