viernes, 5 de noviembre de 2010

White Party

En la mañana que siguió a la fiesta, después del edulcorado juego de piezas diminutas que constituían un archipiélago de conejitos serigrafiados y de anfetaminas, ellos descubrieron el sabor de sus salivas. El hechizo de Amsterdam les había concedido el éxtasis y superaron esa noche con deliciosa paciencia.

Al momento de tomar la píldora ella le pidió con gesto tierno que no le suelte la mano y para él fue imposible no hacerlo. A pesar de la suspicacia que le generaban esos actos, sus temores se volvieron inútiles, sus leyes se debilitaron como una fortaleza que se rinde sin razón aparente ante un sitiador desarmado.

Eran las flechas las conductoras de esa sustancia tan pesada como el aplomo del deseo, la carga que impide el desvío, el amague, la huída. La dirección había sido trazada. Esta sería una maravillosa iniciación.

El zumbido electrónico proveniente de una carpa que se pierde a lo lejos es atenuado por los golpes de las olas contra los diques. La temperatura de la mañana ahora transporta aromas íntimos.

Él, después de la adrenalina de esa noche de contemplación no podía dejar de tocarla, y ella empezaba a sentir familiar la tersura de su piel.

Se volvieron a besar, despacio, como si la pasión fuera a andar de puntitas alrededor de una habitación donde dos desconocidos se sacuden el mundo. Ella sin ropa siempre sonríe con la mirada quieta. Congelada en sus ojos, eludiendo los párpados, buscando las perlas. Ahí, en ese refugio invernal de lágrimas condensadas logra entender su planeta, descubrir sus secretos, atravesar las fronteras, navegarlo.

Los rieles son los pliegues de tu cuerpo, le dice para recordarle que en un tren se conocieron. Ella lo adora.

- Sabes a mi, extraño.

El rigor es una ironía, las reglas son para romperlas.

Rozándoce, recorren con sus labios el terciopelo de sus miembros. Ella lo absorbe en el calor de su sexo, se abrasan, lo amordaza en la entrepierna y lo protege de ese mundo sin luz que se levanta muerto, oscuro, cada vez que alguien grita desde la calle que afuera hay vida, y miseria, y noticias de desesperación y de crisis. Y de soledad.

Se besan. Es un engaño y se convencen que lo de afuera son tinieblas. Piensan en sus pasados paralelos, incomprendidos, marginados y ahora juntos en otra latitud, se protegen del ojo hostil del planeta con la comunión que reparten los punks, - esos armanis son falsos - , ¿y que? - que importa el ojo, la verdad, la miseria, nada de eso nos pertenece, no en esta trinchera donde se combate horizontal, echados, desnudos, con la contradicción como credo y la incertidumbre blandiendo una historia y un dolor, - que mas da -, si la ciudad retoña sin que un alma comprenda la sonrisa de las putas.

Los colores de los botes en el puerto refractan historias de pesca. La fricción de las llantas, el arrullo del mar, los olores a pan fresco empiezan a bañar las calles de Holanda. El cielo esmaltado se ancla arriba y los pájaros ciegos amanecen con hambre.

El amor es un rito sorprendente.

Y se corren en una riada magnífica. Con sus cuerpos componiendo arabescos sobre un pentagrama que no da tregua, en adagios, y en fugas y en sinfonías inconclusas. Con su corona de rosas y su prepucio inflamado, y el pubis húmedo y la piel de gallina, y el semen, y las cosquillas y los gemidos y el placer descarnado tratando de alcanzar con las pulsaciones saturadas el otro extremo del universo, la unidad, el corazón de la raza.

Para así crear, - en danzas paganas que hablan de tierra, de fuego y de muerte -, big bangs y constelaciones.


(Berlin. set. 2009 / Arequipa. nov. 2010)