jueves, 18 de febrero de 2010

La Siega


El sendero que atravieza el jardín de la mansión estaba bloqueado por la presencia de una bestia. Tenía el rostro sembrado de una pálida vellosidad y exhalaba un aliento hostil.

Decidí detenerme junto al almácigo que estaba cercado por una diminuta valla por si fuera necesario protegerme dentro de él. Aunque siempre había dudado de su funcionalidad no me quedaba más remedio que permanecer ahí. Devolverme ya no era a estas alturas una solución.

Un atentado ocurrido en la región dos meses atrás había iniciado una reacción en cadena de hechos lamentables. Con intenciones precisas me dirigí a las autoridades solicitando la anulación de la orden. Me resultaba injusta y temeraria. El que yo fuese el único representante aún con vida de la familia no era razón suficiente para decretar una responsabilidad forzosa.

- Señores les obsequio la casona, el latifundio. Les regalo las tierras.

Traté de apelar con todos los recursos. De renunciar a esa heredad. Había cerrado esa puerta hacía ya mucho tiempo y la vergüenza y las carencias de la condición de un exiliado - que había arado las tierras ajenas sin pedir permiso a nadie, sin deber favores – eran ya bastante pesadas como para volver la vista y perdonar.

Sin embargo el concejo falló con puño de hierro, y los delegados y los grupos de influencia y los acreedores salieron a los caminos y poblaron la aldea de rostros ávidos. Una antigua proveedora que sostuvo la sonrisa durante todo el acto me condenó con tres palabras poco antes de salir en un dialecto que me ha resultado imposible reconocer.

- El sino, el sino - me repetía a mi mismo mientras andaba bajo los coníferos de la explanada principal, poco antes de llegar al frontispicio en ruinas, aun antes del huerto y de las primeras plantaciones.

Recordé cuando apenas era un niño que miraba a ese anciano extraer las frutas de los mazanares, alargando el brazo musculoso, desprendiendo en el trayecto ramas y mieses como quién le arrebata los mendrugos a un pordiosero.

No era solo en los tiempos de cosecha donde su mandíbula afilaba los dientes al ver la propiedad ausente de peones, de materiales de labranza, de mano de obra. Perder gente era su habilidad y la cultivó hasta ahuyentar a los perros más fieles.

- Es el sino - repetía él como una letanía que yo escuchaba con frecuencia en mis primeros años de vida. Impregnándome sin querer de su rabia incontenible.

Caminaba sin alma, con el puño anexado al bastón, como fundido por las astillas de la madera antigua. Con el regaño siempre sobre la otra mano y la mirada perdida en un planeta próspero y lejano del que apenas quedaban rastros.

Canoso y curtido por las arrugas de una vida al sol conservó siempre su semblante guerrero. El ensimismamiento arrogante era la siega de incontables guerras familiares en las que siempre salía victorioso.

Envejeció a espaldas de la comunidad y aún así su recuerdo nunca se volvió difuso. Antes de las primeras revueltas ya agitaba panfletos y se negaba a cumplir con las ordenanzas tributarias. Peleó por nuevas reformas y en cada estación acumulaba más deudas. Despúes de la malaria se quedó endiabladamente solo.

- No vas a encontrar paz en tierras ajenas, ese método ha fracasado porque solo ha engendrado abortos.

Me repetía esas palabras cuando era pequeño como si anticipara en mi niñez el devenir del adulto.

Y ensayaba una precaria comunicación neurolinguística, generando anclajes mientras recorría el perímetro del almácigo, acaso el único lugar en el mundo que consideraba sagrado, impenetrable, inmune a las bestias. En cuyo centro yo jugaba a salvo.


Rusca . san bartolo . febrero 2010