miércoles, 12 de septiembre de 2012

Un motor fuera de borda


–  No es que la noche me pertenezca, pero igual me hace sentir mejor que el día, Alice.

Alice recostada sobre el respaldo del asiento, con las piernas blanquísimas estiradas, una sobre otra, dándole vueltas a su chupetín, me observa como si estuviera abusando de su confianza.

– No pues, para eso no te he traído hasta aquí, quiero que me alegres, no que me deprimas.

Frente a nosotros, bajo una línea despintada, aparece a lo lejos la isla San Lorenzo.

– Una vez estuve ahí, con mi viejo, esperamos una hora y media que se manifieste el viento para poder darle marcha al puto J24 y regresar al puerto.

Alice siempre dice puto.

Gira la cabeza con sus pelos desordenados, mostrándome como su lengua recorre con placer la pequeña esfera colorada. Sabe que en el fondo de nuestra amistad hay un deseo oculto.

– Deberían tener un motor, aunque sea pequeño, de ocho caballos.

Me sorprende que conozca de motores, igual no le digo nada. Prefiero escucharla. Nunca se sabe hasta donde pueda llevarte un monólogo.

Me cuenta que al final fueron hasta las islas Palomino, y luego se regresaron al club Naútico, a la hora del sunset, llenos de sal, a punto de resfriarse.

¿Por qué eres tan rica?, me provocó decirle.

– ¿Sabes que no todos tenemos la habilidad para reflexionar?– dice Alice –.

– ¿Por qué lo dices?

– Por qué es obvio que quieres entrar en una conversación profunda con tu “no es que la noche me pertenezca” y no a todos nos gusta ese tema.

– Bueno, no tenemos que hablar de eso si no quieres.

– Tal vez ni siquiera tengas esa habilidad, podrías decir “no es que la noche me pertenezca” para parecer interesante y que después yo me quiera acostar contigo.

No se si se dio cuenta que me ruboricé y que mi sonrisa constreñida más bien le ponía el alto a una congestión de palabras, atropelladas, que de dejarlas salir no me hubieran hecho ningún favor.

No le tiene miedo a la vida, constato de reojo su audacia. Vuelve a perderse en el chupetín. A arrastrar los dedos a través del pelo, a contraer el cuello, a abrazar sus rodillas.

La ladera de la montaña forma un zigzag de luces, el carro, humeante, se desliza cuesta abajo. Es una calle ancha, ensombrecida por grandes eucaliptos y murallas verdes. Alice abre la puerta.

– La próxima vez que salgamos en el velero te voy a pasar la voz.

Me vuelve a sonreír. Luego de esperar el golpe seco de la puerta detecto sobre el asiento una espiga blanca, minúscula y delgada, con residuos de caramelo pegosteados en el plástico. A veces Alice me perturba.