martes, 13 de noviembre de 2012

Prolegómeno


Un sol se sumerge en el cristal hasta empozarse en el fondo del vaso. Dos témpanos de hielo se sostienen con dificultad. Falta la compañía. El momento no permite treguas, al menos no hasta que él llegue.

Ella cree que así mantiene el deseo; se entretiene siendo la diva de los bares de hotel y frecuentando lugares cuya oscuridades simpatizan con la nostalgia. La taza de cerámica blanca brillante gira sobre su eje, sobre la superficie de cuarzo negra y esbelta. Con la yema de su índice la detiene y la vuelve a hacer girar. El sonido del choque de los alabastros en el interior la distrae. Detenida en ese pequeñísimo primer plano detecta, de reojo, un segundo, con letras amarillas formando las palabras Tequila Patrón sobre la superficie de una alfombra de barra. Se le ocurre que esas celdas caladas de goma esconden, como subterfugios, los rastros que dejan los licores al crear combinaciones extrañas. Sospecha que ha contribuido en varias oportunidades a esa colección y que su impecable aspecto es solo un engaño.

El enorme espejo biselado reúne en sus faldas a un ejército de botellas encaramadas sobre un promontorio, dispuestas a salir atropelladas hasta aplacar la resistencia de sus gargantas, catapultadas por la compasiva voluntad del barman. Sus deseos urgentes por evitar la soledad, o por no pensar, les allana el camino. ¿Cuál de todos ellos será? Fantasea, sabe que aún no ha llegado. Observa los balcones antiguos ocultos detrás de las mesas de patas refinadas, las cortinas republicanas largas, los ventanales opacos grabados con bronce y estaño. El auditorio mantiene la distancia con sus conversaciones indiferentes, sumidas en la discreción de los susurros y de la ausencia de luz. 

Irrumpe en la secuencia un intermitente fulgor blanco. Estira el brazo hasta alcanzar el celular, descubre un mensaje de texto que no es de él. Algo le debe haber pasado, piensa. El reloj en la parte superior de la pantalla indica que ya han transcurrido cuarenta minutos; un retraso inexplicable. Tiene su número; podría llamarlo y salir de dudas, o enviarle un mensaje, pero no está segura, podría comprometerlo. Los ojos de las camareras se posan sobre ella, sospecha que admiran su belleza o que intuyen la razón de su presencia, marginal, confabulando intrigas con alguno de los descontentos de siempre. A pesar de su impaciencia apenas se inquieta, sabe que así son las cosas. Recuerdos de viajes la invaden; cruza las piernas, las aprieta. Siente cómo se diluye la ansiedad.

Pasado el rapto de nostalgia advierte una botella abandonada en una esquina, apartada del resto, en medio de una serie de cuadros con escenas de caza. Parece un error no forzado, una anomalía arruinando la perfección de un plan. Reconoce estar poco segura, como asida en una suerte de limbo, con el tiempo los hombres la han hecho dudar. La etiqueta con el nombre Grey Goose le resulta familiar. Tal vez por eso elige quedarse y ordenar un Vodka Tonic. Mientras observa la botella aislada en el lugar equivocado discierne sobre los hechos pasados. En sus recuentos breves clasifica escenas, las enumera, les presta atención, las disgrega. Por algún motivo el mundo parece ya no estar en su lugar.

Una vez más voltea a verlos, débiles bajo sus alas, guarecidos. Esperándola. Decide no solo no hacer la llamada sino borrar su número, eliminar su nombre, tomar acciones. Cuando las camareras vuelvan a fijar sus miradas en ella, o cuando el barman le traiga el Vodka Tonic, les pedirá un lapicero y un papel donde escribir la historia, les dirá que es tiempo de ordenar las cosas, que una servilleta está bien, que ya no la verán más. A medida que avancen las palabras levará las anclas, soltará la carga, poco a poco flotará, cruzando la bruma alcanzará las mesas de patas refinadas, las conversaciones privadas, los ventanales opacos, las largas persianas republicanas. Se alejará. Hasta dar en la orilla opuesta del balcón con la apacible luz de la última línea.