martes, 17 de octubre de 2017

El Arquitecto


La muchacha se sumerge en sí misma como si su cuerpo fuera una escafandra. Afuera, la plataforma de fierros resplandecientes se estremece con la partida del tren. Frente a ella llega otro con dirección a Spandau. El escarlata y el amarillo del Regional se alternan; jóvenes hiperactivos, universitarios, erasmus atolondrados y eufóricos se abalanzan sobre la línea ansiosos por iniciar el viaje. 
Hay algo maravilloso en el silencio. No los envidia. 
Se acaricia el borde de los dedos, aprieta los nudillos. Repasa los acontecimientos. Está cansada de las viejas costumbres. Humedece con la punta de la lengua los colores suaves de sus labios. Brillan. 
Ha construido este espacio con rigor y, sin embargo, no consigue disipar las dudas que por el contrario la amenazan.
A su izquierda un panel publicitario anuncia el estreno de un musical. En la imagen Meryl Streep vestida de blanco celebra la vida. En el reflejo se funden ambas imágenes: la de la actriz se desvanece y la de ella ocupa la totalidad del cuadro. 
En la plenitud de sus ojos reflejados destella el origen del verdemar, del glauco, y del tramado sutil que como una flor en explosión circunda al iris. Ahí aísla su entropía. El latido leve del pulso hace visible una gota cristalina, inocua, parte de ella. Hoy se ve distinta. En cada acción su respiración pausada lo confirma, ya no se siente más una adolescente a la que la vida le ha arrebatado la vida.
Dos niños con capas bordadas con caligramas de El Señor de los Anillos recorren el andén. Bajo la cúpula tornasolada por el atardecer de otro verano miles de imágenes pasadas se alojan en ellas, en sus hilos dorados y en sus tipografías herméticas y llenas de poesía. Es un ir y venir, piensa, divaga, las deja ser. Las conserva para que un día la ley de la correspondencia se las devuelva. Sabe que con el tiempo se añora la calma. 
El transitar de la modernidad la acompaña de la misma forma en que ella impregna sus gadgets de historias de hadas y príncipes encantados. En las superficies del ipod y del celular y del Billy boy, en sus protectores de pantalla, en sus carpetas de trabajo, en sus archivos virtuales y en sus claves más recónditas persisten siempre sus avatares; la ternura, el amor, la ensoñación.  
Hoy echa de menos a Charlie Helsinki. 
Siempre que se siente en apuros, sobresaltada, recuerda la conversación en el Morget Rot el día en que la tomó por asalto mientras leía un libro de Wayne Dyer. 
– Reina – le dijo –. Estás perdiendo el tiempo. 
Luego, entre los efluvios que emanaban apaciblemente de las jardineras y de los tiestos coloreados con poemas se sumergieron por horas en las cosas que realmente importan. No era que estuviera descubriendo la pólvora, ni que se le hubieran develado misterios mayores pero de todo lo dicho aquella vez durante el jolgorio gay de Kastanien Alle, o en realidad de la mayor parte de Prensaluer Berg, y del que Charlie participaba con gran entusiasmo, lo que le dejó una impronta imborrable en su esquema liberado de prejuicios fue esa idea del deseo como un atajo hacia la eternidad. Él le decía que cuando algo está desprovisto de deseo cae en lo banal y es eso en lo único en lo que ellos creen: el deseo como un resquicio por donde la luz entra a nuestras vidas.
Una conversación estimulante, el mismo humor, la inquietud por los hombres. Las escenas de mutua complacencia no se hicieron esperar.
Desde entonces ha sido una constante en ellos. Unas converse, jeans ceñidos, la blusita rosada, juventud, media cola: una pincelada de Nabokov.
– ¿Por qué no? si la actitud te sobra.
– Me irritan los obstáculos y las preguntas que uno se hace por pura formalidad. ¿Acaso no son hechas sin más razón que las del escrutinio moral, Charlie? 
Y Charlie aprueba con un gesto de complicidad antes de encajar la pieza en el rompecabezas donde un hombre a orillas del Egeo y acodado en la proa de un trirremo somete a un imperio. 
Un poco más atrás, sobre el resplandor del acero eléctrico, el insistente traqueteo de un tren desaparece al cruzar el umbral. El efecto del golpe seco del viento le desordena los cabellos. 
Finalmente la muchacha capitula. Con la mirada fría como el desasosiego reprime la gestación y la pugna de todos los motivos que la harían quedarse ahí parada para siempre. Intuye que insistir en un pensamiento inoportuno podría hacerla estallar en mil pedazos. 
Da un paso. El silencio de las voces y los ruidos exteriores se extingue para reagruparse de nuevo en un campo paralelo: empujándola. 
Whatever. La palabra se le viene a la mente como una idea.
Yergue la cabellera rubia hasta alcanzar la pantalla rectangular en la que se ordena, como en todo el sistema de transportes de la ciudad, la información de los itinerarios. Desvía la mirada a la derecha donde la esfera blanca, lunar, le advierte que lleva media hora de retraso.
 – Fuck.
Se apresura. Su figura discurre como una silueta delineada por el trazo ocioso de un artista urbano a quien la vida se le antoja cada vez más una caricatura, un hentai, un folletín empapelando los fondos cotidianos de una estación.  
Cuantas veces ha caminado de aquí para allá, con impaciencia, animada por motivos absurdos: recoger a Niki, enviar paquetes, reunirse con amigas, citas médicas, hacer compras, cocinar. Tal vez antes esas prisas revelaban otro momento de su vida, más inocente, sin emociones, menos feliz. 
La vida – o la soledad – no es fácil, se lo recuerda a diario como una letanía. Con la plancha de laceado en la mano. Da lo mismo, siempre da lo mismo, y se riza las pestañas y se maquilla con toda la parsimonia que le ofrece el desempleo. Las compras, el chat, e-bay, vaya rutina y se ajusta el pantalón, estira la blusa, se acomoda las botas.
Cuánto tiempo ha recorrido esos callejones de azulejos despintados y fluorescentes amarillos, abarrotados de anuncios publicitarios, de puestos de comida, de vendedores de flores. Y de esa lacra necesaria para sensibilizarnos que son los punks. Uno de ellos, rengueando, le sale al paso, escupe dentro de una botella de Hefeweizen y tira de las correas roídas de un pastor alemán que lleva los colores del Borussia Dortmund colgando de una oreja. Balbucea ein euro, bitte, recoge la pierna y la deja pasar con desdén; tiene los borceguíes pintados de rojo o manchados de sangre, ¿a quién le importa?. Recuerda la última película que vio y piensa que Pasolinni haría de este mundo de mierda una obra de arte. 
Igual nunca la han asustado. Piensa que los punks son el folclor de la capital. Como los anarquistas de Bornholmer o los instandbesetzen de Mitte.  Agitando el primero de mayo con los rostros guarecidos en la clandestinidad de sus capuchas un puñado de banderolas rojinegras. Provocando a un pelotón de patriotas uniformados, recién salidos de una lobotomía o de una intoxicación halterofílica, o las dos cosas juntas. Reivindicando a las barricadas, a los okupas, a los indignados. Otros lo rompen todo en nombre del Blitz. 
Llega a las escaleras mecánicas. Abstraída en su mundo se olvida dejar libre el paso. Vislumbra el enorme ventanal y la salida. Con el pulgar desliza hacia arriba y hacia abajo el display del celular activando el mecanismo de encendido. No encuentra mensajes ni llamadas entrantes, pero el ejercicio de desplegar y contraer la pantalla reconforta en algo su nerviosismo.
Parpadea. Da el último paso apurada. ¿Se habrá marchado? ¿Pensará que soy una de esas tontas que se arrepienten a última hora? ¿Por qué no me timbra?
Apenas ve el anuncio de salida extrae un cigarrillo. Coloca la cartera hacia adelante y palpa la superficie de cuero para asegurarse que no olvida nada. 
La explanada que debe recorrer hasta llegar al punto de encuentro es lo suficientemente larga como para permitirse dar unas buenas caladas. Lo enciende apenas siente la brisa suave del atardecer. Una sensación de adrenalina y de angustia le aprieta el corazón. 
Se ríe con timidez al mismo tiempo que sus ojos refulgen como si un esmeril les estuviera tallando el haz de un prisma. No muestra más que eso, la vez pasada, sola en su departamento de Friedrichsain, con el aparato de acupuntura conectado a la espalda entendió que a pesar de sentirse feliz algo en su naturaleza la reprime.
Un cielo enorme de tonos pasteles se levanta frente a ella, sin nubes, y al otro extremo de la calle un Mercedes negro espera con las luces de emergencia encendidas. Se acomoda el pelo, sacude la blusa, retoca sus labios con el delineador de bálsamo de cacao. Respira profundamente. Tras su pasos arroja la colilla y piensa una vez más en Charlie Helsinski.

*  *  *

Las luces frías de la avenida hacen rebotar en el parabrisas los anuncios publicitarios formando con el rocío pequeñas escenas regadas de color. Hace apenas unas cuadras lo vio por primera vez detrás de la luna opaca y sintió que se le crispaba el cuerpo. Apenas podía contener la sonrisa. El la saludó con un hola, luego un llegas tarde y después hizo un gesto en el que no quedó claro si quiso ser tierno o mordaz. Ella solo atinó a decir lo siento.
Al inicio el nerviosismo tomó la forma de la indiferencia.
La consola central y el reproductor de música, limpios, iluminaban tenuemente el interior. Desde el corazón del auto Norah Jones le sugería a la atmósfera un poco de calma. 
No existe comparación a una escena como ésta. En su mente traza un viaje a lo desconocido como en esas novelas de Julio Verne donde los aborígenes de ultramar guardan secretos deslumbrantes. Arrastrando a los personajes por afinidad. Sin anticiparse a nada porque nada se parece a lo usual. O tal vez a esas pinturas hiperreales, en las que uno intuye que nunca, salvo en los momentos de excesiva sensualidad la vida puede apreciarse tan definida.           
– ¿No te parece extraño lo que está sucediendo? – Le dijo él.
– Nada está sucediendo.  
Adopta esa posición, finge. 
Los faroles como antorchas trocadas le confieren un aspecto triste a las calles. Se suceden en intervalos a lo largo de la avenida. Los bäckerei cerrados, las apothekes, el viejo kino de la Karl Marx Alle, la ingente Galería Kaufhof. Todo muere a la hora del crepúsculo. La torre de la televisión a la distancia acompaña la melancolía de Berlín, constatando en el soterrado miasma su esplendor perdido. 
Durante el resto del trayecto no hubo frases. Apenas unas palabras sueltas. Sin importancia. Ella prefirió auscultar las calles y sus marañas urbanas. Sus aceras atravesadas por ciclovías, sus alcantarillas intervenidas para el turista. 

*  *  *

La voz a través de un auricular solo es distinta porque el cerebro no enlaza al interlocutor con una imagen. Sin embargo siempre tuvo una imagen, aunque no en movimiento.
El hombre frente a ella es alto. Tiene el pelo oscuro y rasgos finos. Las honduras de sus pómulos delatan que ya pasó la barrera de los cuarenta. Luce en el rabillo de los ojos una tríada de líneas tenues. Unos anteojos de montura roja descansan sobre el respaldo de un sillón de angora. Apenas llegaron dejó la chaqueta y la cartera en un perchero de Ikea, depositaron los zapatos en un baúl de pino blanco y mientras ella se arrellanó sobre el sillón el fue a la cocina a buscar algo de beber.
Los departamentos en el lado este de la ciudad, a pesar de haber dos claros segmentos, un estilo neo clásico, más acogedor y con mayor demanda y los de arquitectura rusa, aburridos y uniformes, no varían mucho entre barrio y barrio. En el que se encuentran pertenece a los primeros. Cuenta con una amplia habitación – dormitorio, altos techos con boceles, un vestíbulo pequeño, cocina y baño. Cada ambiente con estufas y ventanas herméticamente acondicionadas. 
Charlie al verlo le hubiera dicho: está preciso para ti, nena. Has visto sus brazos hermosos de hoplita griego. Es un rockstar. Con su venía se encuentra ahí. Observa con toda la potencia de la mirada los objetos y el mobiliario. Quiere grabar en su memoria cada detalle, con detenimiento. Al otro lado de la ventana un árbol centenario la observa con sus mil hojas ambarinas sumergidas en la penumbra.
Al frente una colección de elepés capta su atención. Se apoyan contra una mezcladora digital, debajo de ella un cesto con un par de aisladores, cables y más discos le confieren un marco de referencia al tornamesa. El escritorio tiene la apariencia de haber pertenecido a la ambivalente colección de un flomarkt. También le sorprende el orden y el buen gusto. De soslayo detecta la cama elevada de madera envejecida. Nota que ha utilizado el espacio inferior como walking closet. Los soportes y la viga son sobrios, tienen un biselado en los márgenes y en sus vértices se apoyan frisos que le dan más consistencia a la tarima. Una escalera tipo podio, de siete gradas con una ligera curva permiten el acceso sin problemas. El colchón, de dos plazas, compacto, refracta el color añil. 
-  ¿Qué opinas? – le dice al acercarse con las dos copas en la mano –. ¿Te gusta?
Ella sonríe. Recibe la copa y se acomode frente a ella en una vieja silla giratoria. 
-  Imagino que tú la diseñaste.   
El le devuelve la sonrisa y cruza las piernas. Bebe un sorbo de vino.
– ¿Si, claro, pero, te gusta? – le insiste –.
– Sí,… es fabulosa.
No sabe por qué dijo fabulosa. Esa es otra palabra de Charlie Helsinki, es sorprendente la simbiosis que han alcanzado. Lo imagina llenándola de aprobación; guiñándole el ojo, lanzándole besos volados. 
En el auto se sentía menos cohibida. Empieza a sospechar que es el miedo. Una vez, hace años, un hombre con el que se encontraba en su departamento empezó a tocarla. No supo como reaccionar. Su cuerpo aterido le permitió hacerlo por unos segundos. Finalmente lo rechazó y le pidió que se marchara. El tipo era un extranjero que estaba de paso por Berlín. No había placer, ni asco, ni deseo, ni inquietud. No había nada definido. Al verlo alejarse a través de las semi cerradas persianas de la habitación vacía pensó en las manos extrañas que apenas hace unos instantes la habían recorrido hasta infiltrarse debajo del delicado encaje de su calzón. Ahí fue cuando lo rechazó, al encenderse el estrépito de las alarmas que esos atentados generan. 
Inmersa en su interior se explicó lo ocurrido como algo natural. El instante previo a la lluvia no contiene a la lluvia, el instante previo al deseo no contiene deseo. Se le ocurrió que la soledad es algo parecido al instinto de supervivencia cuando éste irrumpe en los cuerpos sutiles; no era que no lo deseara, era que aún no se sentía tan sola.   

*  *  *

Suena Morcheeba y Way Beyond. Él la contempla desde su atalaya de madera y ruedas giratorias como algo insólito y maravilloso. Una canasta con libros de arquitectura los separa. La muchacha permanece retraída, sin moverse, buscando impactar lo menos posible en su entorno. Bebe el vino con delicadeza.
Lo observa entre sorbo y sorbo, ensaya una sonrisa, le pregunta por el tornamesa. El le responde que también es músico, o mejor dicho, DJ.
Ambos parecen encontrar confort en lo que no conocen.
El se queda en silencio con la copa suspendida a pocos centímetros de su boca. Escudriñándola. Deteniéndose en cada volumen de su aspecto de niña. Podría estar inquiriendo la forma de sus pezones, adivinando la vellosidad de su entrepierna, o anticipando la tersura de su pubis. Si bien es rubia y sus ojos son verdes y diáfanos como las superficies marinas, los rasgos mestizos sobresalen alrededor de sus párpados, en los rebordes de su boca, en su piel atezada. Todo ello inusual en una mujer alemana. 
Ya han hablado varias veces por teléfono. Intercambiando mensajes de texto, ambiguos al inicio, más precisos después; enviándose señales suficientes de interés. Se gustaron cada vez más con las fotografías y durante días se amanecieron chateando. Finalmente, entusiasmados, pactaron esta cita hace más de una semana, y aún así, a pesar de todo, ambos, sin mediar obstáculos, ya uno frente al otro, no terminan de parecerse un misterio. 

*  *  *

– Entonces – le dice –.  ¿Empezamos?
Ella se esfuerza por responder pero no encuentra las palabras adecuadas. La respiración se inmiscuye abruptamente en sus pensamientos. Coloca la copa sobre un estuche vacío que lleva escrito The Fall en la portada. Al lado del nombre otra mujer vestida de blanco le recuerda a Meryl Streep. Al ponerse de pie apoya las palmas de las manos sobre los pliegues de la blusa, extendiéndola.
Detenida frente a él le ofrece una mirada contenida de dudas pero sin arrepentimiento. Luego aparta la vista y la posa cerca de la ventana. Sus manos se humedecen. El silencio dura algunos segundos. 
Camina hacia el árbol de hojas ambarinas con la intención de percibir el murmullo exterior. Un ruido se sirenas se pierde al final de la calle. En todas las esquinas de su vida los sonidos han transmigrado; las ambulancias, las canciones de cumpleaños, las bailarinas de porcelana con faldas de satén girando aferradas en un rincón de su armario, adheridas a su eje, sin perder nunca el equilibrio.
Il´l go back to Manhattan, as if nothing ever happened, when i cross that bridge, it´ll be as if this don´t exist. Repite el final: cómo si nunca nada existiera.
El observador está al lado de la escalera extrayendo de alguna parte de la oscuridad, con toda la calma del mundo, una espiga de incienso. La enciende y la hace encajar en la ranura de una pequeña escultura persa. Siente que de sus manos, ahora liberadas, brota un poder insospechado, que la atrae de un modo extraño y perturbador.
Al presionar sostenidamente el conmutador la intensidad de la luz disminuye. Una intensa fragancia a violetas y almizcle se desprende de la resina y empieza a llenar la habitación de nubes grises. 
Él se acerca hacia ella, ella da un paso hacia él, él la detiene forzando el roce de ambas mejillas, luego acomoda una mano en la parte baja de su espalda. 
-  Puedes quitarte la ropa aquí o arriba, en la cama, como prefieras. 
Las palabras contienen la resonancia de una orden modulada en el susurro. La muchacha, dentro de un campo de fragilidad y sutileza, con el corazón acelerado, le acaricia el brazo con el índice, insinuando que está ahí, en un indescifrable limbo.
-  Me quitaré la blusa, el resto prefiero hacerlo después. 
Se lo dice mirándolo a los ojos. Sonriendo. Él asiente. Aún cuando ya no le sorprenda nada sabe que también en el placer hay excesos.
Vacía la copa de un sorbo, palpa la circunferencia del primer botón, sigue a los otros, retira la blusa, contempla la desnudez de su torso, el temblor del sujetador insinúa la inquietud del momento. Se da vuelta, se desnuda.   
Ella está lista, esperándolo. 

Él observa en su ternura un abismo. Se libera del reloj, lo deja en la segunda grada, la toma de la mano y únicamente en boxers la guía hacia arriba.