Nos adentramos con Angio en las profundidades del boulevard en busca de alguna delicatessen que satisfaga nuestros antojos nocturnos. Cualquier excusa es buena para salir, pensábamos mientras nos arreglábamos frente al espejo de uno de los baños de la casa de Kapala. Ya eran dos semanas de distraído comportamiento antisocial, hay una misantropía inherente en nosotros que nos une maravillosamente, y que la vamos perfeccionando sin esfuerzo como dos orgullosos náufragos sociales.
Suena el teléfono. Es Javicho, mi amor, pásalo para las doce, me dice. Javicho es un buen amigo metafísico con el que solemos entablar interminables y provechosas conversaciones. Quedamos a las doce en el Bar Siete, cuando en eso noto que me estoy metiendo en la boca las bolas equivocadas, Javicho espera – con angustia homeopática le explico antes de colgar que me acabo de meter diez bolitas de china en lugar del staphysagria prescrito para esa hora, se ríe, que no pasa nada, me dice. Yo no sabía si escupirlas o tragarme las indicadas y exponerme a una sobredosis. Debo confesar que me cuestioné, perpetrando un pequeño acto de traición al doctor Julio Cesar, que si no eran más que el extracto de una dilución una delusión de sanación mágica encapsulada dentro de un placebo.
En fin, me metí cuatro gotas de flores de Bach solo por si acaso y nos fuimos a buscar el Volvo. Lo que sucede con la afición por el autismo social es que de vez en cuando necesita su descompresión, es como una suerte de pago a la tierra. Merodear por ese universo consumista que es el boulevard de Asia, es como meterse el atracón necesario para justificar una purga. O sea, Café del Mar es casi lo mismo que una lavativa, aunque sea una vez al año, si sirve para reforzar la lección, te aguantas.
En estos estratos hasta la basura tiene auspiciador. Es alucinante ver como el espacio público es invadido compulsivamente y de una manera tan sutil que ya ni nos llama la atención que entre las uniformes casas inmaculadas del balneario latas de Coca Cola y de Burn se asomen angurrientas detrás de frondosas palmeras, mimetizadas en monumentales torres de agua, como jactándose de la viveza de algún marketero iluminado. Dentro de poco las casas ya no serán más blancas sino amarillas y rojas como el banner de Master Card, aunque aún hayan cosas – eso dicen - que el dinero no puede comprar.
Creo que ese es el principal escollo que tiene que sortear un espíritu sensible al ingresar al boulevard, lo demás es menos agresivo y más universal. Así, caminando sin brújula nos topamos con el único local que tiene propiedades de santuario, al menos para nosotros, La Confitería posee el mejor – o el único – enrollado de aguaymanto que bien merece sus 62 soles. De ahí somos caseros, como lo somos del chino de Bonilla, de los churros del Manolo, del Pinkberry, y del Mirasol de la subida al morro. Nada más poner las chanclas sobre el tapete y verle los cachetes a Angio estirando una sonrisa de placer es motivo más que suficiente para precipitarse hasta el centro neurálgico de la DBA y correr los riesgos que la cuestión implica.
Saludamos rápidamente a nuestra casera y seguimos el recorrido hasta el Tragaluz. Lleno. La anfitriona nos da una tarjeta con mounstruos en la espalda y quedamos en que el próximo fin haremos una reserva. No creo. Medio cuadra después, las puertas inexistentes del Nórdico se abren de par en par. Nos ofrecen una barra con vista a la playa, pero de estacionamiento. Igual se vislumbran las mesas, la otra barra, gente nice y por supuesto, publicidad, ¿que más se puede pedir? Abundantes velas atraen la atención en las superficies con sus tallos de parafina recubiertos por el enmarañado espesor de la cera. A la distancia un candelabro adquiere visos medievales.
Angio quiere champán, yo también, ella se pide una Mimosa y yo un Extra Brut. Es raro encontrar Ostras, hace algunas semanas nos topamos en una esquina insospechada de Miraflores con un pequeño bistró, acogedor, parisien, que las ofrecía junto a navajas, locos, y a dos anfitriones excéntricos que ventilaban con entusiasmo sibilino los últimos chismes de la farándula restaurantera local.
Mi historial con estas gelatinosas criaturas marinas se remonta a un matrimonio hace diez años en que las vi adheridas a un bloque de hielo gigantesco y rodeadas de Leicester sauce, Ketchup, Tabasco, limones, y cuanto aderezo se les pueda ocurrir. Las conchas se desprendían como azulejos sobrepuestos en un caprichosa cúpula invertida. Esa vez seguí los pasos de un trasnochado broadcaster como si fuera su sombra con la única intención de aderezarlas correctamente. Para mi desgracia sucumbí dos horas después atragantado por la ingesta de una docena de moluscos macilentos. El dolor abdominal era tan insufrible que no pude terminar la noche horizontalmente, como lo demandaba mi pareja de entonces, sino que lo hice abrazando al inodoro, en ángulo recto y profiriéndole una adoración inexplicable.
Años después, en el mercado de San Miguel, en Madrid, las circunstancias me colocarían nuevamente frente a ellas. Un normando hacía gala de su exclusiva colección con arrogancia; cada espécimen parecía su fiel mascota dispuesta a ser sacrificada en aras del reconocimiento. Ese día me acompañaba Lucienne, que obviamente no se llama Lucienne, (y sobre la cual modifiqué el lugar y al molusco para no dejar rastros en un antiguo blog que escribía en El Comercio) y mientras yo disfrutaba de ese sabor a mar amargo empozado en tres centímetros cuadrados, Lucienne las escupía sin la menor verguenza contra el basurero más cercano, y, lo peor de todo, haciendo un millón de muecas espasmódicas y vulgares que ningún francés que se precie de serlo pasaría por alto.
Tal cual. El tipo nos echó a patadas del puesto como si le hubiéramos mentado a la madre y Lucienne, que estaba, además de molesta, pálida como las ostras, lo mandó al diablo por intolerante. Si Thays hubiera hecho lo mismo con la tía Grimanesa seguro que los asiduos a Enrique Palacios, o a la calle Ocho de Octubre le lanzaban la carretilla por la cabeza, lo desollaban vivo o cuanto menos lo dejaban hecho un anticucho.
En esas estábamos, inquiriendo en la sugerente carta si debíamos ordenarlas o no. Angio no tenía planeado probarlas, ella prefería entretenerse con un modesto tartare de atún. En eso recordé que el año pasado en el Distillery District de Toronto no tuve reparos en deglutir una variopinta degustación de kumamotos y otras especies del pacífico y como en esa última aventura pasé piolasa decidí encomendarme a dios y ordenar las benditas ostras.
Mientras el pedido estaba en curso, las vivaces perlas negras que son los ojos de Angio detectaron a un tropel de conocidos nuestros. Desfilaban encamisados con dirección norte, o sea, a Café del Mar. No pasó ni un segundo para que me lanzará la consigna antisocial: ni se te ocurra llamarlos. Al voltear, intrigado, a cuestionarla, comprendí que en su mirada no había lugar a murmuraciones, de no hacerle caso se metería inmediatamente debajo de la mesa. La verdad que uno de los juerguistas es un fan enamorado de mi novia y a pesar de estar flamantemente comprometido no deja de lanzarle, cada vez que puede, ambiguos mensajes, más huachafos que seductores, pero mensajes al fin y al cabo. Por lo que no me resultó muy difícil complacerla esta vez.
Creemos, además, firmemente, que esa rutinaria correría a las discotecas de moda, todos los fines de semana, a encontrarse con la misma gente, a comentar los mismos temas y a escuchar las mismas canciones, delata una profundad incapacidad para observarse a uno mismo y a la sociedad en la que se vive, a tal punto, que estirando esa bulla a través del Facebook y de todas las redes sociales, le das la vuelta olímpica a la semana y nunca nada se acaba, no te da el tiempo. Una red, además, al menos en su acepción más precisa, es el enmarañado mecanismo mediante el cuál un insecto, o un pez, o una ostra, despistada, es atrapada para ser engullida por otro animal más inteligente.
Exactamente como sucederá cuando el mozo coloque la fuente frente a mí. Una, dos, tres, cuatro, cinco, me las empujo sin ningún reparo como si fueran mis bolitas de homeopatía. Que tal tu atún, amor. Delicioso, me dice y luego: no te comas todo pues, deja una aunque sea, no te vaya a caer mal. Nuevamente le hago caso. Pagamos, nos paramos y abandonamos el restaurant con rumbo oeste, cruzamos la plazoleta donde un Mini Cooper negro con gris me hace ojitos y nos encontramos con javicho y Giova en el Bar Siete.
La cartelera dice “The Killers” no les digo que todo esto no es más que una confirmación nietzchiana de que todos los años sucede lo mismo. El eterno retorno en su esplendor. Hace dos veranos, otro episodio del abandonado blog de El Comercio, con la misma chola. (Por favor, uso esta popular figura del argot sin la intención de activar un asunto racista ni mucho menos de poner en entre dicho las prendas íntimas de mis acompañantes). Igual así es Lima, al menos ésta, invariablemente repetitiva, cómo si en una ciudad de diez millones de habitantes no existiesen más que un puñado de bandas competentes. Ojo que tampoco tengo nada contra los Killers de Eisha, que, para ser justos, despliegan un nivel sonoro y escénico impecables.
No duré ni dos canciones. Mrs Brightside vino con una arremetida gastro intestinal de los mil demonios. Me doblé como un olmo viejo y empezaron a reverberar en mi plexo sonidos inenarrables. Rusca, creo que algo te ha caído mal, Colón, Javicho. Y salí disparado al baño mientras Angio los ponía al tanto de la casi media docena de ostras que me comí en el Nórdico.
La incursión fue en vano. Solo pensaba en esos malditos moluscos que se arremolinaban en mi interior como si fuese una lavadora herméticamente cerrada. Mientras Javicho nos regresaba a Kapala en su Gol nuevo, Giova me interrogaba procurando un diagnóstico, Angio me abanicaba la cara y yo permanecía en posición fetal con la ilusión de un baño para desgraciarme.
A la mañana siguiente cambié la homeopatía por el Netaf, la Ranitidina, el Omeprazol, y la sopita de pollo. También decidí cambiar los churros del Manolo, los Pinkberries, el enrollado de aguaymanto y los tacu tacus de Mirasol por alternativas más saludables. Seguir comiendo lo mismo, a los 35 años, como si el estómago de uno fuera nuevo, es cómo seguir yendo a Café esperando que te ligue una nueva.
Aunque para ser justos fue así que conocí a Angio. En una de esas noches en que la soltería te empuja con la promesa de aplacar en algo la soledad. Fue en Joia, y de la manera menos esperada. Bueno, toda regla tiene su excepción.
This is the world that we live in, diría Brandon Flowers, y ya en Kapala, al día siguiente, bajo el sol renovador del mediodía y abrazado a un agua cielo observo a Angio entregada al bronceador. Suficiente con el boulevard, pienso. Y mentira porque dos semanas después, en el Mangia con ocasión del cumpleaños de mi hermana, un Pisco Sour replicaría el episodio. (O soy yo y mi nauseabundo estómago, o son los restaurantes gourmets que ya fueron alcanzados por los tentáculos del consumo masivo: mucho floro, poca higiene, insumos baratos y alta rotación)
Cómo sea, frente a mí aparecen las islas, vírgenes, limpias de publicidad, ¿cuánto tiempo permanecerán así? Sorprendentemente Kapala es de los pocos clubes que no admite auspiciadores, eso, además de ser una decisión digna de aplausos, contrapesa en buena medida a su absurdo reglamento interno.
En eso veo al salvavidas ascender raudo a su escuálido torreón. Cambia el amarillo por el rojo. La nueva bandera flamea en lo alto. El mar embravecido lo exige así. No más Ostras para mí, ni modo, la adaptación es un factor determinante para la sobrevivencia. A pocos metros veo a un grupete de tíos posando para alguna revista de sociales, la arena resplandeciente y a un sujeto volador paseando sobre mi cabeza una banderola de condones.
Un poco más allá, en la arena mojada, diviso la figura adusta del premier; solemne, impertérrito, caminando con autoridad por la orilla del mar. La gente lo reconoce, ya debe estar acostumbrado a captar la atención de los chismosos.
Cuando en eso, repentinamente, cómo en un acto de empatía, recuerdo al salvavidas de hace un momento y pienso en lo que acaba de hacer. Me preocupo por él, volteo a verlo, con tanto agitamiento político, no lo vayan a detener.