jueves, 19 de febrero de 2009

II. Bornholmer



El día que Pablo Noriega desafió al dolor de muelas el alto Apurimac lo premió con una profesión. Esa tarde se desprendió de las rocas silíceas, esculpidas por los vientos y el agua del cañón, empuntó el kayac con determinación aguaruna y se dejó llevar por la ventura del río. Remontó el clase cinco con la valentía de los que no tienen nada que perder.

El bautizo fue celebrado a lo grande en Rumichaca, su pueblo natal. El guía labraría una reputación en el valle. La vida nocturna, el rafting, la pistola al cinto y los sueldos que de otra manera le serían imposibles se volvieron incondicionales.

Cargó su ya atiborrada mente, fraguada de desencuentros, de abandono y escasez con huaycos de exceso y adrenalina. Así se hizo de un nombre, al lado de su inmenso corazón.

Años después de su iniciación, habiéndose empapado de experiencias extremas y de dinero, lograría, no con pocas dificultades, hallar cierta estabilidad. Ya las peleas, las noches de juerga y la bravura de los deportes de riesgo no le generaban la misma intensidad, no lo llevaban tan alto como antes. Sentía la necesidad de vibrar por algo nuevo.

En uno de sus recorridos por el Urubamba conocería a Davina, una alemana menor que él, curiosa por la naturaleza y el tercer mundo. Entre botes de goma y ruinas incaicas se fueron acercando tanto que un día se casaron.

Vivieron su matrimonio alejados de la ciudad, con la familia y las montañas protegiéndolos en una burbuja ideal, hippie y despreocupada. Pablo había obtenido una mujer, calmar la ansiedad y abrir un canal hacia Europa.

Al año Davina se aburriría de Cusco y empezarían a hacer planes para emigrar a Alemania. La sensibilidad de ella estaba tan a flor de piel que la ciudad elegida fue Berlin.

La pericia adquirida por el guía y la actitud curtida y temeraria no serían suficientes para remontar intacto el flujo que llevaría esta nueva aventura. Tal vez los ríos que cruzan océanos tengan rápidos inclasificables, tan turbios que no permiten ver los obstáculos. Tan torrentosos como adictivos e inevitables.

Cuando Pablo llegó a Berlín al final del verano del dos mil siete, después de tres meses sin ver a su esposa, se encontró con la sorpresa más infeliz que le pudo deparar el destino. Davina se había conseguido otro novio.

Con las maletas empacadas de todo lo que no pudo vender en Cusco y lleno de ilusiones tuvo no solo que enfrentar esta situación terrible sino también la falta de un lugar donde vivir. Ella se había anticipado unos meses para buscar departamento y cuán desconcertante sería la otra gran sorpresa al ver que el lugar donde vivirían felices para siempre era nada menos que la casa Kopi, el bastión y símbolo mas relevante de las invasiones okupas de la ciudad. Davina tenía su corazoncito punk y las primeras semanas Pablo durmió en un colchón prestado, a medio camino entre la casa de los Monsters y Mad Max.

Ya asimilando la realidad y despertando parcialmente de la pesadilla, con la firme decisión de salir adelante, se secó los ojos y fue a buscar empleo. Lavó autos de lujo, trabajó en mudanzas, fue tramoya en un teatro e incluso incursionó en actividades de poca legalidad.

Sin pagar el metro llegó, predestinado, rebotando, hasta el barrio de Prenslauerberg. Aquí tocó el timbre Schere y alquiló una habitación de tres por dos, sin vista, divida horizontalmente, haciendo una suerte de dúplex enano. Consiguió algunos muebles y pintó las paredes de amarillo para espantar el desánimo de este rincón sin luz.

Una foto de su madre en Rumichaca haría la vez de ventana, a través de la cual podría soñar con imágenes bucólicas, respirar aire puro y sentir un poco menos la soledad.

El cuarto quedaba en un edifico de la postguerra en la avenida Bornholmer. De techos altos, balcones y madera crujiente, con la humedad penetrada en su estructura, marcada de cicatrices de salitre, conteniendo un pasado sombrío, enigmático y poderoso.

Era como un fractal de Berlín, vestido con ese velo de tristeza y esplendor, como si el tiempo se hubiera olvidado de alguien importante, de un personaje glorioso, detenido allá atrás, a lo lejos, en el fondo crespuscular de un páramo urbano.


*

Con los ojos semicerrados, solo y en la penumbra trato de conciliar el sueño. Hace tres días me fui del departamento de Claudia y no se nada de ella. Una respuesta suya, estúpida, increíblemente absurda y desalentadora me tiene postrado en el sillón desplumado de la sala de Pablo. Recordé que no me sentía tan mal desde que Alessandra terminó conmigo hace ya mas de ocho años y que mi memoria no ha pagado aún la deuda con mi prima Camila por todo el apoyo incondicional que me dio aquella vez. Cami se ganó con toda la angustiante depresión que de manera aguda duró unos cuantos días y que luego duraría algunas semanas mas con significativa mejora.

No puedo dormir bien, ese, digamos, es el principal síntoma de que no estoy funcionando correctamente, pero ya lo he decidido aceptar y dejar nomás que fluya el insomnio como también que fluya la tristeza.

El que ha reemplazado a Camila, con otro sentido de sabiduría, es Pablo, con quien me siento bastante identificado y en cuya historia observo, salvando las distancias, profundas similitudes.

Lo conocí de casualidad, en una feria navideña en la Kurfursterdam, cuando Claudia me lo presentó. El caminaba distraído y la reconoció de Cusco, donde ambos crecieron. No eran exactamente amigos pero tenían ciertas amistades en común.

Lo volví a ver dos meses después, entrando resaqueado a mis clases de alemán en la Volkshochschule. Ese día se convirtió en el primer amigo que tuve en Berlín y después, cuando la relación con Claudia se empezó a desmoronar, en mi ángel de la guarda.

Pablo me ha abierto las puertas de su pequeñísima habitación de Bornholmer y he podido conocer a su familia espiritual alemana. Flo y Tobías son sus flatmates, el primero es dj y el segundo estudia filosofía. Maga Fischer vive en el piso de abajo, al costado está frau Madeleine con sus dos hijas de veintitantos, ambas son madres solteras y el padre de una de las hijas es August, que vive tres pisos mas arriba. Y hasta el domingo se queda Ana, una amiga de Maga que ha venido de Bonn por unos días.

Todos en el edificio están de alguna manera relacionados, comparten el gusto por la música electrónica y los ideales anarquistas. Se respira un aire neo hippie, una especie de sensibilidad tribal los gobierna, como si fueran una gran familia conectada en modo telepático, donde todos se preocupan por el resto, desaprensivamente y sin complejos. Como una isla tropical en un país de hielo.


*

Magdalena pasaba por el corredor, tarareando un mantra, cuando me vio echado, tratando de dormir despanzurrado sobre el sillón. Se presentó como the mother touch, el espíritu de luz y en una mescolanza de inglés y alemán me levantó el ánimo con su buena vibra. Cincuenta y cinco años de esforzada devoción evangélica interrumpieron cinco minutos de conato de siesta pero valió la pena sentir sus arrugadas manos y su voz maternal tratando de hacerme sentir bien.

El desorden de la sala se potenció cuando empezaron a llegar, uno a uno, los vecinos. En cuestión de segundos estábamos en una trinchera de alcohol y pipas de agua. Los borboteos y el vapor del hachís se volverían una sinfonía inacabable. Flo se puso a mezclar en el tornamesa que estaba detrás mío algo de Minimal y Tech House. Supuse que las cortinas cerradas y la oscuridad eran por un asunto de drogas y fotofobia.

La conversación, fragmentada por la cantidad de canales que atravesaban el recinto, giraba mas o menos en torno a la juerga de mañana. Yo escuchaba, como si estuviera en trance, palabras como Kit Kat, Sage y Panorama Bar. La movida era esa, estirar al máximo el regreso a casa, delirar deliciosamente en una amalgama de pistas de baile y cuartos oscuros. Subir los decibeles hasta el paroxismo y reventar la noche en beats maravillosos en forma de corazón. En realidad no sonaba tan mal una noche de catarsis underground.

Al otro lado de la mesa, estaba sentada sobre un puff, en posición de loto y tratando de prender una vela, Ana. La contemplaba con el rabillo del ojo, como quien no quiere la cosa.

Observaba sus movimientos lentos, frágiles. No hablaba, solo se limitaba a estar, absorta en algún mundo de melancolía, mirando para adentro con tanta fuerza que su cuerpo dejaba escapar el sufrimiento en esquirlas de sudor.

Tenía veintidós años. Era rubia, delgada, tierna e imperfecta, como una canción de Mazzy Star.

Me llamó la atención que irradiara esa fragilidad, inusual en estas latitudes. Tal vez, por afinidad, percibía un poco de mí en ella.

Un rato después no pudo evitar hablarme. Me interrumpió tímidamente cuando conversaba con August. Tenía la sonrisa a media asta y mucha curiosidad.

Le conté un poco mi historia, de todos los vuelcos que había dado mi vida en los últimos dos años, del tiempo que viví en Cusco y en Andahuaylillas, de mis viajes por el sur del Perú y de cómo terminé viviendo en Alemania. Ella me habló de los problemas con su novio, de cómo decidió posponer sus estudios de arte y de las pocas luces que tenía sobre el futuro.

Así, entre palabras, atentos, seducidos, nos fuimos conociendo. El resto estaba fuera de foco, se habían convertido en una canción de cuna, similar a lo que escucha un buzo cuando esta sumergido, tan leve como un vaivén, como un arrullo.

Pasaban los minutos y nos íbamos acercando cada vez mas, nos tocábamos de vez en cuando, rozándonos, y rozándonos nos mirábamos las bocas, y los ojos, y la humedad cicatrizada en los párpados, y las penas, y los insomnios, y las ganas de abrazarnos, de olernos, de besarnos, de morder despacito sus labios, de probar su saliva, de acariciarla, de anular la distancia, de empezar los juegos sexuales y de volar juntos haciendo el amor y desparecer mil veces, mil días, mil vidas sobre el cielo nublado de Berlin.

Ana era Rafaela en Far Away So Close, era el estímulo perfecto, sincero, el intercambio sincronizado de amor en una situación de emergencia. Sufriendo la misma necesidad de encontrar un abrazo en este país que se ha quedado sin stock. Éramos la posibilidad de alivio, de placer. Como un ansiolítico después de un ataque de pánico.

Entre risas suaves y melosas quedamos en salir la noche siguiente.

Esa madrugada me fui a dormir pensando en ella. Pablo se reía, en la cama de arriba, mientras me desahuevaba con arengas y consejos machistas. La escena me trasladó en el tiempo, hasta la casa de playa de mi madre, con mis amigos chacoteando en los camarotes después de volver juergeadasos de alguna discoteca del boulevard.

Me había quedado pegado al pronunciamiento musical de las sílabas, al balbuceo rítmico de las letras, a ene a, a - n - a, aaannnaaa. Logré quedarme dormido y olvidar a Claudia, al menos por algunas horas.

El mecanismo cinematográfico que esta acordonado a mi cabeza eyectó en ese momento Trainspotting y en su lugar proyectó, en el écran de mi neurosis, Los amantes del círculo polar. … pero alfredo no es Capicúa.


*

El edificio de Bornholmer permanecerá ahí por mucho tiempo más, con sus personajes hessianos y sus fantasmas, esparciendo amor y paz como un mala tibetano. Aunque lo oculte ocasionalmente, en noches como esta, el humo que brota de sus ventanas.

A la mañana siguiente Ana despertaría un piso mas abajo. Nunca mas la volvería a ver.



(próxima parada >>> III. fussen)

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